domingo, 11 de noviembre de 2018

¡QUÉ DIOS LES AYUDE!

La misión de rescate nos llevó al centro del pueblo. Allí las calles estaban vacías pero el hedor a muerte empozoñaba las paredes y el adoquinado parecía manchado de sangre como si una matanza de temporada se hubiera perpetrado al aire libre. Las puertas de las casas estaban cerradas y el silencio ensordecedor no indicaba nada bueno. Hacia unos instantes que habíamos llegado y ya teníamos ganas de desaparecer. Habíamos viajado a aquel pueblo de montaña a instancias del alcalde del pueblo vecino que dias atrás habia visto el fuego y oido los gritos. Los que fueron a ayudar no volvieron y cuando el río bajó de color rojo sangre, se encendieron todas las alarmas.

PLANIFICANDO
David y Núria se alejaron en busca de vida y Chechi y yo decidimos avanzar hacia el lado contrario, juntos teníamos más oportunidades, pero si quedaba alguien con el cerebro intacto, lo más inteligente era dividirnos y abarcar más terreno. El crujir de la primera puerta fue un ruido agradable al que siguió el murmullo molesto de aquellos que ya no pueden mediar palabra alguna. Arrastrando los pies aquellos gordos putrefactos, infectos como los que aquella vez habíamos encontrado en la ciudad condal, avanzaron hambrientos. Controlamos la plaga pero no pensamos que detrás de cada maldita puerta habría semejante emjambre de muertos malnacidos.


Los gritos de ayuda no nos dejaron más opción que revisar casa por casa, esperando salvar vidas y acabar con el sufrimiento de los no muertos que bagaban en la oscuridad, como lo hicieron en vida. Nuestras armas cercenaban carne acartonada, piel gris y putrefacta que hedía con fuerza, la fuerza que ahora tenian aquellas marionetas sin vida. Nunca imaginamos tal pesadilla, ¿què habían hecho para merecer la vida eterna? ¿Qué fuerzas oscuras perpetraban semejante insulto a la vida?


La respuesta apareció en forma de Nigromante. Ese maldito bastardo, roedor de vida que erupta maldad por cada poro de su piel, corría como alma que lleva el diablo. Iba invocando no muertos en cada esquina y pronto no pudimos ni asegurar nuestra propia supervivencia. Los arqueros del grupo se movieron con rapidez y con la rodilla hincada en el suelo y el pulso del que tiene la responsabilidad de acertar sí o sí, dispararon las mortiferas flechas que reventaron a la vez el craneo oscuro y podrido de semejante personaje. El verriondo ser nos habia dejado un regalo antes de perecer.


La abobinación apareció de la nada, nos había visto y aunque sus pasos eran lentos, la amenaza que suponía, nos hizo acelerar el paso e ir cambiando el plan sobre la marcha. Huir era una opción, no la única pero sí una buena opción. En cada casa escudriñábamos en busca de armas y supervivientes. Fue entonces cuando dimos con la bilis de dragon. ¡Enseguida supimos que hacer! Fue entonces cuando la salida al exterior quedó impracticable, hordas de zombies la taponaban e intentaban entrar por la fuerza. En breve lo conseguirian y todo acabaría allí, entre las paredes grises y viejas de la casa de algun herrero o mercader o puede que de un simple campesino que con los ojos blanquecinos intentaba de nuevo entrar en la que había sido su hogar.


De pronto vimos la puerta en el suelo y corrimos hacia ella. Bajamos por unas escaleras y llegamos a una pequeña estancia. En el centro, sobre una mesa, la ballesta más magnífica que podríamos haber imaginado nunca y además una salida al exterior. Subímos sin mirar atrás, al mismo tiempo, que centenares de monstruos intentaban bajar las escaleras para saciar su hambre. Con la bilis de dragon en una mano y una antorcha en la otra, decidimos acabar con el sufrimiento  o más bien con la maldición de aquellos que caminan sin saber porquè. Lanzamos el arma mortal al interior de la casa y la pira inundó la estancia. El crepitar de los huesos y el olor de la carne podrida asándose nos dejó absortos y fue el ruido de una nueva amenaza lo que nos hizo reaccionar y salir de nuevo al exterior.


La necesidad de vencer ante circunstancias  que te superan, hace surgir lo mejor de cada uno de nosotros, aunque en nuestro caso eso suponga una violencia inusitada. Caminantes, corredores y gordos llenaban las calles con sus extremidades mutiladas. Cada paso que dábamos suponía el crujir de huesos y un chapotear entre vísceras. Cada vez más lentos, cansados y hastiados, oímos el gemir de nuestro objetivo. ¿Una niña bajo una cama? ¿Una mujer en un armario? ¿O un anciano tembloroso encerrado en la despensa? Nos daba lo mismo, sólo queríamos acabar con aquellos seres y cegados por una ansia indescriptible nos aferramos a nuestras armas, ya por entonces una extensión de nuestro propio cuerpo, y nos dirigimos a cumplir con el trabajo asignado.


Aquellas pobres criaturas empezaron a caer y no dejaba de pensar que me daban lástima. Sé que sentir pena por ellos era prácticamente un insulto a la razón pero era tanta nuestra superioridad que aún con nuestra fuerza lastrada por el paso del tiempo y los brazos pesados como yunques, logramos salir vencedores y salvar al último superviviente de aquel lugar maldito.


La guerra no había hecho más que empezar. Nuestro ejercito iba creciendo. Sí había victoria en vencer al enemigo, pero mayor victoria fue vencernos a nosotros mismos. Ahora somos lobos sedientos de sangre, no podemos permanecer más en nuestro escondite. Hemos despertado y vamos a liberar la Tierra de esas horribles criaturas. ¡Qué Dios las ayude!

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